PRECOLOMBINO

Hace unos días Rafael Reig publicó un artículo en eldiario.es en el que arremetía contra el libro digital en respuesta –supongo, porque no lo enlaza– a unas declaraciones que Luis Solano, editor de Libros del Asteroide, realizaba en este otro artículo del mismo medio digital. Estar en contra de la digitalización del libro es intelectualmente lícito desde una base sólida. Este no era el caso del artículo de Reig. Para el escritor y crítico, el libro digital sólo es una excusa para vender cacharritos.

Así se explaya Reig en un fragmento de su artículo:

Se hablaba de los “soportes” y los “contenidos”, y recuerdo que dije que eso era un engaño: que el “soporte” era el texto literario, porque lo que de verdad importaba era vender cacharros electrónicos, usando para ello como “soporte” las novedades editoriales y el siempre oportuno escudo de “defensa de la cultura” […]. Pura ferretería con obsolescencia programada para multiplicar los beneficios.

[…]

Me parecía, sinceramente, la vieja historia del rey desnudo: todo el mundo podía ver que sólo se trataba de vender unos cuantos cacharros y a mí me parecía que era un ingrato papel el de tonto útil para ayudar a los ferreteros a hacer cuartos con sus carísimos chismes de lectura electrónica.

El lenguaje nunca es inocente. Rafael Reig no habla de dispositivos, lectores de libros electrónicos o e-readers; además de peyorativa, la aproximación de Reig es naíf. Como si hace mucho, mucho tiempo, un par de pérfidos americanos a los que llamaremos Steve & Jeff hubieran tenido la aviesa idea de inventarse unos cacharritos para leer. Con ellos pretendían colonizar nuestras castizas mentes y conseguir que nosotros, vigías intelectuales de occidente, abandonáramos la lectura en papel. Así porque sí:

EPIBLAS1

–Steve & Jeff en pleno proceso creativo según la imagen mental de Rafael Reig–

La historia del libro digital no puede reducirse a un gag de Barrio Sésamo. El libro digital nace mucho antes que aparecieran los cacharritos, del mismo modo que la producción industrial –o seriada– de libros es muy anterior a la invención de la imprenta. Sin mencionar las técnicas de producción en serie ya existentes en la antigua Roma (no se pierdan LIBROS Y LIBREROS EN LA ANTIGÜEDAD, Alfonso Reyes. Ed. Fórcola. Madrid, 2011) a partir del siglo XIII y a medida que van apareciendo universidades por Europa se desarrolla toda una industria manual de producción de libros en serie –y en masa– para una nueva clientela cada vez más numerosa: los profesores y estudiantes universitarios (recomiendo los dos primeros capítulos de LA APARICIÓN DEL LIBRO. Lucien Febvre y Henri-Jean Martin. Fondo de Cultura Económica. México, 2005). La aparición de la imprenta cubre una demanda anterior a su invención, de otro modo Gutemberg no hubiera tenido ningún motivo para meterse en camisa de once varas. Robert Darnton y su proyecto Gutemberg-e, autores como George P. Landow) y su ‘Teoría del Hipertexto’ (Ed. Paidós, 1997) o el más divulgativo ‘El Mundo Digital’ (Ediciones B, 1995) de Nicholas Negroponte, el desarrollo de Internet en los años setenta del siglo pasado y la World Wide Web a caballo entre los ochenta y los noventa son antecedentes equiparables a lo que sucedió en la Baja Edad Media. Si se soslaya todo lo mencionado se dicen cosas como esta:

¿Por qué? Porque a nadie le hacen falta. Como dijo Umberto Eco, hay inventos, como la rueda, la cuchara o el libro, que no se pueden mejorar.

A nadie le hace falta el libro digital. Como especie necesitamos muy pocas cosas para sobrevivir. En latitudes templadas y frías es inevitable contar con ropa de abrigo y una serie de útiles –para encender fuego, por ejemplo– pero si nuestra vida discurre en latitudes cálidas no necesitamos casi nada. Al menos no en términos estrictamente biológicos –un libro es inútil en ciertas circunstancias– ergo recurrir al manido ‘nadie lo necesita’ es pueril además de sesgado. No contamos con tecnología por estricto imperativo biológico.

La cerrilidad de Reig ni siquiera es nueva. Estoy de acuerdo con él en que, tal como menciona en su artículo, no se trata de neoludismo –lícito si su intención fuera proteger los medios de producción analógicos respecto los digitales– sino de un enfoque fundamentalmente conservador, del miedo a cualquier cambio que nos obligue –que le obligue a él– a una adaptación para la que nunca nos prepararon. Como expone Gavin Weightman en Los Revolucionarios Industriales (Ed. Crítica, 2008) cuando en el siglo XIX apareció el telégrafo eléctrico muchos dijeron que no era necesario porque ya existía el telégrafo óptico inventado en el siglo XVIII. Lo mismo sucedió con el teléfono; se suponía que sólo lo usarían gobiernos y unas pocas empresas porque la gente corriente no perdería el tiempo conversando mediante semejante aparato. Con la aparición del ferrocarril muchos médicos pronosticaron fallos cardíacos a velocidades superiores a 30 km/h, habitual para un caballo al galope. Luego Rafael Reig se descuelga con esto:

Mi opinión, igual que hace ya más de diez años, es que el libro electrónico no tiene futuro, al menos para la ficción narrativa. Sin duda puede ser de mucha utilidad para otras cosas, desde suscripciones a revistas profesionales a libros de texto.

Si ya pensaba en el libro digital hace diez años y no ha cambiado un ápice su opinión es que se ha enterado de poco; acepta que puede ser de mucha utilidad para libros que no sean ficción narrativa. Es decir, reconoce que el libro digital es una buena idea para los mismos a los que fue útil la invención de la imprenta en el siglo XV. Como analogía es algo endeble si pretende usarla en su favor.

Reconozco que estoy jugando con las palabras de Reig de una forma algo impropia; que sea tan fácil muestra lo poco meditada que tiene la cuestión o de otro modo no formularía preguntas como las siguientes, con las que cierra su artículo:

Mis preguntas se dirigen a Luis Solano y a los periodistas que tanto apoyan lo digital: ¿y si los lectores tuviéramos razón? A lo mejor es que no necesitamos libros digitales, como no necesitábamos yogurteras. ¿Por qué demonios tendríamos entonces que apoyar a los vendedores de ferretería electrónica y leer en un soporte incómodo, caro, inhóspito y que tendremos que renovar cada pocos años para sustituirlo por uno nuevo y más caro, como ya hemos aprendido de los ordenadores? ¿Cuánto vamos a tardar en admitir que el rey está desnudo o que el libro electrónico no era ninguna buena idea (salvo que vendas lectores electrónicos y te forres, claro)? ¿Por qué seguimos riéndoles la gracia a los vendedores de cacharros?

Los lectores no tienen razón, si acaso tienen razones –motivos– para leer de una u otra forma. Leen en papel porque les compensa hacerlo y decidirán leer en digital por idéntico motivo. Es una cuestión de incentivos. De su comportamiento se derivará el éxito o el fracaso de las propuestas tecnológicas a su alcance sin que eso implique que sean más o menos lícitas desde el punto de vista intelectual o moral.

La alusión a las yogurteras muestra que Reig sólo ha entendido el libro digital de forma anecdótica, como posiblemente entiende el de papel. El libro, sea de arcilla, de papiro, de pergamino, de vitela, de papel o digital es sólo la parte visible de un sistema que permite almacenar, transmitir, recuperar y gestionar información y conocimiento, que lleva miles de años evolucionando y tiende a un aumento sostenido de la complejidad. Lo de menos ha sido el objeto libro, que ha cambiado para adaptarse a nuevas necesidades. Verlo al revés es creer que la invención de la rueda, hace miles de años, no tuvo ningún sentido pues no había carros, bicicletas ni coches. O renunciar a los libros de papel para no hacerles el juego a impresores, papeleras y fabricantes de muebles.

Centrarse en los cacharritos es ignorar fenómenos como la autoedición digital, redes sociales como Goodreads, el acceso a la lectura para quienes viven en lugares remotos y sólo disponen de un teléfono móvil, el paso de meros consumidores a prosumidores, la universalización de los medios de edición publicación –que sólo un déspota ilustrado puede rechazar; hay tantos y tan importantes ejemplos que sorprende la ignorancia de Rafael Reig. Reducir la lectura a los cacharritos es como creer que el sexo se reduce a… a eso, al cacharrito. El órgano más importante para la lectura –y para el sexo– es el cerebro. El resto es accesorio. Como los cacharritos.

Posted by Bernat Ruiz Domènech

Editor

2 Comments

  1. […] – Hace unos días Rafael Reig publicó un artículo en eldiario.es en el que arremetía contra el libro digital en respuesta –supongo, porque no lo enlaza– a unas declaraciones que Luis Solano, editor …  […]

  2. Muy bueno. Me ha hecho gracia lo de este señor. A ver si encuentro algo suyo en epublibre para comprobar si sus libros merecen la pena, aunque sea en cacharrito.

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