PESCA

El pasado lunes Manuel Gil, en su imperdible artículo semanal, abogaba por aumentar las subvenciones a la cultura en España. Tal como Manuel pone de manifiesto en su artículo, en comparación con otros sectores –industrial y energético, por ejemplo– la cultura está muy poco subvencionada. ¿Debemos aumentar las subvenciones a la cultura? Manuel cree que sí. Pese a que suscribo sus objetivos –aumentar la difusión de los productos culturales y así aumentar el nivel cultural de los españoles– no creo que las subvenciones directas sean un buen camino.

Manuel habla de las revistas culturales y de pensamiento pero el debate es de aplicación a otros muchos productos culturales, léase producto como algo que alguien produce y pone a disposición de terceros. En ese sentido tanto la obra de Pau Casals como el catálogo de la editorial de cromos Panini contienen productos. La puesta a disposición a terceros puede realizarse mediante venta, préstamo, comunicación pública y un largo etcétera.

En su artículo Manuel Gil compara la subvención a la cultura con la subvención a la industria, la energía o las infraestructuras. Los últimos gobiernos han reducido las ayudas culturales hasta la risa –ahí están los 150.000 euros para las librerías o los 630.000 de subvención a las revistas culturales– mientras que el apoyo a otros sectores sigue siendo multimillonario.

Diferencias cuantitativas y cualitativas

Las subvenciones pueden dividirse en dos categorías en función del tipo de criterios utilizados. En unas se aplican criterios objetivos y cuantificables. En otras se aplican criterios subjetivos y no cuantificables. Ninguna de ambas categorías es pura y algo comparte con la otra pero podemos establecer esta división sin equivocarnos demasiado.

Las subvenciones a la industria parten de criterios objetivos y cuantificables. Eso no significa que sean procesos prístinos; mediante leyes, reglamentos y pliegos de condiciones podemos introducir sesgos y arbitrariedades –lo vimos hace poco– pero, una vez establecidas las reglas, el proceso se basa en elementos objetivos e incluso previsibles. En caso de mala praxis las cosas se pueden poner difíciles para el responsable si alguien recurre ante mesas de contratación o ponerse muy feas si lo hace ante los tribunales.

Las subvenciones a la cultura se basan en criterios no cuantificables y subjetivos –excepto cuando se subvencionan los medios de producción, en cuyo caso podría tratarse de una subvención industrial cuantificable y objetiva– pero aquí hablamos de la subvención a la producción directa, no a sus medios. Tal como Manuel Gil lo expone:

[…] Imaginemos 100 revista culturales, estas llegaban a una media de 500 bibliotecas en España. Total ejemplares: 50.000. Si usamos un ratio de difusión y multiplicamos que cada revista podía tener un índice de 8 lectores (por lo bajo), hemos dejado de ofertar lectura de revistas a 400.000 lectores de las bibliotecas. Me pongo al habla con algunos editores de estas revistas […] que preferían el antiguo sistema […]: tenían una enorme visibilidad en multitud de pequeñas bibliotecas y se generaba un flujo indirecto y cruzado de gente que se suscribía y/o compraba algún numero suelto a la editorial. Por otro lado se mantenía un cierto nivel de servicio público en las bibliotecas. Luego vamos a ir desterrando el concepto derroche.

No pongo en duda la utilidad social de la cultura ni el retorno social de las bibliotecas –largo y tendido he hablado aquí sobre ello– pero una cosa es estar de acuerdo en los principios y otra muy distinta estarlo en el análisis. Manuel parte de la base que esas 100 revistas culturales merecen ser subvencionadas. El problema es establecer los criterios según los cuales una revista debe ser subvencionada y otra no.

Como ya comenté hace tiempo las subvenciones culturales se acaban decidiendo en una comisión nombrada a dedo por el ministro, el consejero o el concejal de turno. Aunque en las bases de la concesión hay algunos criterios cuantificables, la mayoría de puntos se otorgan de forma subjetiva. Incluso si quienes las conceden se basan en sesudos debates sobre el arte, la cultura y el pensamiento, lo harán según su particular criterio. Los ocho, diez o doce miembros sin piedad son humanos, con sus filias y su fobias y la consecuencia es que una mala decisión es (casi) indemostrable y cualquier prevaricación es (casi) imposible de recurrir ante los tribunales. Ergo la ciudadanía está indefensa y con ella aquellos que no han tenido la suerte de ser agraciados.

Hasta hace poco las limitaciones que imponía la realidad analógica hacían muy difícil salir de la ley del embudo: muchos eran los llamados, pocos los elegidos y era irracional hacerlo de otra forma. Hasta hace poco comunicar cualquier contenido escrito exigía manchar una cantidad considerable de papel y quemar un montón de combustible. Hasta hace poco sólo podíamos poner a disposición del público –en bibliotecas y librerías– aquello que se esperaba o se suponía que era de su interés, a menudo desde un vertical paternalismo ilustrado.

Ninguna subvención sucede en el vacío y la realidad económica de las revistas culturales se basa en cuatro posibles fuentes de ingresos. En primer lugar –las que son de pago– reciben dinero de suscripciones y de la venta de ejemplares sueltos. En segundo lugar cuentan con la inserción de publicidad por parte de empresas privadas. Cuentan también con la inserción publicitaria de las administraciones públicas. También pueden optar a subvenciones directas. De estas cuatro opciones sólo las dos primeras están sujetas al desempeño profesional y comercial de sus responsables. Las otras dos dependen de la idea de cultura de varios responsables públicos, desde el ministro hasta el concejal de cultura del villorrio más pequeño. Si el anverso del descenso de la subvención a la cultura es la crisis y la desaparición de publicaciones que ofrecen contenidos valiosos e interesantes, el reverso tenebroso es el montón de responsables de centros públicos aliviados al dejar de dedicar espacio y recursos a productos sin lectores, sin salida y, al cabo, sin interés. En España se ha abusado de la compra con destino a bibliotecas como forma de subvención encubierta sin atender a la calidad de lo comprado ni al interés de los usuarios.

Preguntas de muy difícil respuesta

¿Por qué suponemos que todas las revistas culturales actuales son de interés para alguien? En caso de serlo ¿qué número de lectores justifica determinada subvención? ¿Quién determina qué es interesante y qué no en un contexto de recursos finitos –es decir, tanto en vacas gordas como flacas– o incluso muy limitados como el actual? ¿Disponemos de datos exactos, fiables e independientes de lectura y préstamo de revistas culturales en bibliotecas públicas? ¿Servirían dichos datos para otorgar más o menos subvenciones? En un mundo en el que encontrar contenidos culturales de cierta calidad –gratuitos y de pago– sólo requiere algo de tiempo, ¿cómo justificamos seguir mandando revistas a las bibliotecas esperando que sean de utilidad e interés para alguien? ¿Los ocho lectores de media a los que alude Manuel Gil son suficientes, muchos, pocos y en relación con qué otras cifras? ¿Tenemos la certeza que las bibliotecas físicas que las reciben –o las recibían en el escenario expuesto por Manuel– son las adecuadas o nos faltan datos para saberlo?

No tenemos respuesta para todas estas y otras muchas preguntas pero eso no les resta relevancia, al contrario, señala lo sensible y complejo del asunto. Cualquier sistema de subvención de la cultura debe ser capaz de responderlas. La cuestión más difícil es también irresoluble en un mundo finito: ¿cómo discriminamos aquellas que merecen subvención de aquellas que no la merecen? Cualquier sistema público de subvenciones tiende a comportarse como un gas, pronto agota todo el espacio disponible. Siguiendo con el ejercicio matemático de Manuel Gil, si ya estamos subvencionando cien ¿con qué motivo negaremos la subvención a otro centenar, a quinientas más o a miles? Por muy alto que pongamos el techo de gasto siempre habrá más y más proyectos por subvencionar porque nunca tendremos la herramienta de discriminación perfecta e infalible basada en la calidad y no en criterios administrativos que se convierten en el actual galimatías disuasorio que desanima a muchos a solicitarlas.

Manuel Gil apunta una serie de acciones que a mi me suscitan más dudas todavía, especialmente las dos primeras, mientras que las dos últimas contienen, en mi opinión, la solución a buena parte de los problemas:

  • Subvencionar únicamente aquellos productos editoriales que sean de imprescindible incorporación al acervo cultural y patrimonio bibliográfico español y sean muy difícil de producir y/o comercializar.
  • Aumentar la dotación de subvenciones a libros y revistas pero haciéndolas llegar a las bibliotecas. Volver al antiguo sistema.
  • Subvencionar la demanda de los particulares en paralelo a potentes políticas de adquisiciones que garanticen el mantenimiento de los servicios de bibliotecas.
  • Favorecer y estimular la conformación de empresas muy sólidas, competitivas, exportadoras, y de fuerte músculo financiero y empresarial (y que creen empleo de calidad), en un intento estratégico de fortalecer el sector.
  • Desarrollar un mecanismo de control de retorno de inversión de ese dinero público en la sociedad.

Los productos a incluir en el primer punto están bastante claros si tienen más de quinientos años de antigüedad. Por ejemplo, pocos se negarán a subvencionar una edición facsímil del códice de la Biblia de Ripoll con el objetivo de preservar y difundir la obra original. Mucho más complicado será decidir si una edición completa de las obras de Corín Tellado merece una subvención por citar un tipo de literatura que a muchos repugna y a muchos deleita. Toda lista tiene límites, los culturales son muy borrosos y el problema está ahí.

Volver al antiguo sistema plantea los problemas que ya hemos expuesto y no responde a casi ninguna de las preguntas. En cambio la subvención a la demanda que plantea Manuel –yo prefiero llamarla incentivo– sí puede funcionar porque involucra al público en la selección de aquello que considere o no valioso; encontrar el mecanismo de incentivar económicamente el consumo cultural –directamente o mediante desgravación fiscal– será complejo pero no imposible. Cuando hablo de público no me refiero a la chusma lerda e iletrada en la que muchos piensan; hablo de públicos diversos cuya masa crítica permite la viabilidad de (casi) todos los productos culturales concebibles, desde los consumidores compulsivos de Chick-lit hasta los amantes de la poesía latina en versión original.

Los dos últimos puntos deberían estar en la base de cualquier política, no ya cultural sino industrial, de cualquier sector y eso abre un debate tan necesario para todos como repugnante a buena parte del sector cultural español: separar netamente aquello que atañe a la cultura de aquello que corresponde a la industria acabando de una vez por todas con el binomio “industria cultural”, tan diferente en sus implicaciones de binomios como “industria automovilística” o “industria pesquera”.

Los retos industriales necesitan respuestas industriales adaptadas a cada sector pero no condicionadas hasta el extremo por cuestiones ajenas a lo industrial. Tanto la del automóvil como la de la pesca son industrias que preservan sus propios acervos culturales e históricos pero lo hacen en los museos e instituciones culturales a tal fin. No veremos a nadie pedir una subvención para volver a fabricar el venerable Ford T y nadie pretenderá montar una pesquería a partir de la pesca fluvial con mosca. Hay cosas que otras industrias mandan al museo o al ámbito amateur, por eso son industrias y no artesanías. Ojo, eso no significa que no podamos reeditar por enésima vez la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides –incluso en griego clásico–, pero deberemos hacerlo si contamos con el público susceptible de sostener el proyecto –estoy convencido que ese público existe, lo difícil es encontrarlo. Que dicho público reclame el producto comprándolo o mediante herramientas participativas vinculadas a las bibliotecas públicas depende de poner los medios necesarios, medios que rendirán mucho más que seguir enterrando dinero en proyectos de incierto –cuando no nulo– retorno.

El problema no es que el retorno sea nulo, es que sea incierto. La bondad de las subvenciones basadas en criterios objetivos y cuantificables es que es bastante fácil –si se desea– calcular el retorno bruto total incluyendo el retorno social y otras externalidades tanto positivas como negativas. El gran talón de Aquiles de las subvenciones culturales es que es harto difícil justificar racionalmente cualquier cosa, por eso este debate no va de dinero, no consiste en decidir si hay poco, mucho o suficiente, sino en encontrar una forma de incentivar la compra y el consumo de cultura, tanto pública como privada, que responda a las realidad de los usuarios del sistema, es decir, los ciudadanos por y para los que debería trabajar cualquier administración pública.

Lo importante es, en cualquier caso, estar de acuerdo en que necesitamos gestionar las aportaciones públicas a la cultura de otro modo. No se trata de una transición fácil ni rápida, lo importante –y en eso creo que coincidimos Manuel y yo– es que nada volverá a ser como antes. El fin de las crisis –la de la edición y la de todos– no nos devolverá el pasado conocido, sino que planteará retos nuevos a partir de cambios profundos en el uso que los ciudadanos hacen de la cultura. A ellos deben adaptarse administraciones públicas y agentes culturales, no al revés.

Posted by Bernat Ruiz Domènech

Editor