– Imagen: Forges –

Hace unos días terminé la lectura del libro del periodista Joan M. Oleaque, Des de la tenebra: un descens al cas Alcàsser (Editorial Empúries, 1997). Además de narrar el caso, el autor denuncia la fosa séptica que excavó el periodismo de la tripa durante la búsqueda de las tres adolescentes asesinadas y el posterior proceso del único condenado por el crimen. Este caso fue el inicio del descenso del periodismo español a su Hades particular; antes hubo un periodismo amarillento pero marginal. Otros periodismos, como el estadounidense o el británico, habían conquistado décadas antes su parcela en el infierno informativo.

¿Por qué la cobertura del crimen de Alcàsser fue tan sucia? Entre otras muchas razones que Oleaque expone acertadamente, lo que impulsó el círculo informativo perverso de principios de los años noventa fue la necesidad de actuar en exclusiva, en directo y en prime-time: egoísmo bulímico incapaz de posponer la recompensa. El medio imponía una forma de actuar patológica y el mensaje acabó siendo demencial.

En la España de los ochenta y noventa había que pelearse a muerte por los entrevistables; quien los tenía primero y en exclusiva –o se los inventaba- tenía ventaja sobre la competencia, pero hoy no es necesario actuar de esta manera. El tiempo del prime-time está pasando, no sólo porque el espectador de televisión se está convirtiendo en prosumidor, sino porque hay otras maneras de acceder al mismo contenido que no pasan por el televisor. Tableta y móvil, entre otros dispositivos, ya funcionan a demanda. Lo que en televisión es una posibilidad, en Internet es consubstancial al medio.

Safari sociológico

De vez en cuando me pongo el salacot mental y salgo de safari televisivo. Es un safari sociológico por lo peor de la televisión. La intención confesable es conocer qué se cocina en la telebasura para entender a una parte importante de mis conciudadanos; no siempre lo consigo y a menudo paso de la estupefacción a la vergüenza ajena, ida y vuelta. Lo inconfesable es que, desde mi Land Rover mental, me lo acabo pasando tan bien como debían pasárselo los patricios romanos en el circo: el espectáculo no está en la arena, está en la grada. Y ahí la cosa se complica, porque me acabo riendo de mis congéneres y sus cuitas, y ese no es un comportamiento muy decoroso por mi parte.

Soy de los que cree que una sociedad universalmente ilustrada sería una sociedad mejor. También creo que, en términos absolutos, los españoles de hoy están mucho más ilustrados que los del siglo XIX como muestran las tasas de alfabetización y escolarización. El problema, en términos relativos, es que el estándar alfabetizado del siglo XIX equivale al actual analfabeto funcional. Al subir el listón hemos dejado en la inanición cultural a parecida proporción de españoles. Algo no funciona, pero no tiene nada que ver con el nivel de exigencia de la escuela, sino con el de la sociedad. Como dice José Antonio Marina: para educar a un niño, hace falta la tribu entera. El cole sólo es una parte de la tribu, y menos importante de lo que creemos.

Los programas de telebasura no los hacen sus consumidores sino sus beneficiarios. Como no soy conspiranoico nunca he pensado que el poder establecido tenga un plan saduceo para hipnotizar al lerdo con naderías. La telebasura es negocio porque tiene público, es barata de producir y la fórmula se basa en algo muy antiguo: nos gusta saber qué le pasa (de malo) al vecino. Lo que antaño se practicaba en los pueblos y aldeas, el control social mediante la ausencia de privacidad e intimidad y la risa a costa del desdichado, hoy se practica industrialmente mediante la telebasura y otras amarillentas formas de periodismo; hoy jaleamos o aborrecemos a los televisivos Yesi, Yoni o Vane en función de sus públicos y publicados actos. Pero sobre todo nos reímos de todos ellos.

He hablado de unos beneficiarios que son distintos a los consumidores. Que la cultura basura no forme parte de un plan preconcebido no implica que aquellos que tenemos ciertas inquietudes culturales no nos beneficiemos de ella. Efectivamente, si usted está leyendo este anodino texto es que forma parte de los que se benefician de la industria de la víscera mediática, de otro modo ahora estaría adelgazando su cortex cerebral viendo algún programa del corazón, podando su sinapsis con una buena lectura de revistas del corazón o algún inane libro de autoayuda. Usted replicará:

pero ¿cómo? ¡Si yo (casi) nunca veo ese tipo de programas, nunca leo ese tipo de revistas, nunca compro ese tipo de libros!

Es muy sencillo: usted y yo nos beneficiamos del gran tamaño de esta cenagosa industria que permite que lo que nos gusta no sea prohibitivamente caro o, directamente, lo financia para resarcirse de las pérdidas de parte de la cultura canónica. La magnitud de la cultura basura permite una escala de medios de producción que, hasta hoy, lo ha puesto todo más barato.

Cuanto más masiva sea la producción de un contenedor estándar, más barata será la difusión del contenido. Por eso las latas de refresco son tan baratas y por eso la buena ópera no puede dejar de ser tan cara. Por eso el más sesudo de los ensayos, ese que ha exigido años de paciente investigación a su autor y que apenas venderá unos cientos o unos miles de ejemplares, puede ser tan caro –o tan barato- como esa novelita intrascendente escrita en unos pocos meses que se venderá por decenas o cientos de miles. Por eso la producción de los programas del corazón, aún siendo globalmente más caros que los documentales de la BBC, son mucho más rentables, porque las cuitas de un puñado de urbanitas medio analfabetos interesa mucho más a la mayoría del público que las migraciones de una manada de ñus, las vicisitudes de una tribu de pigmeos o las tribulaciones de los antiguos romanos.

Si hoy podemos acceder a la calidad entendida como un trabajo intelectual y/o artístico bien hecho y fundamentado, es porque bajo nuestros pies hay una montaña de basura sosteniendo el tinglado y dicho tinglado se mantiene gracias al dinero de millones de personas que de niños perdieron la costumbre de dudar, de curiosear, de hacerse preguntas y a quienes no les inculcaron un hábito tan sencillo pero tan cansado como el de pensar. Gracias a este lumpenproletariado cultural las clases educadas de toda condición y las clases acomodadas que usan la cultura como vehículo de prestigio, han podido acceder a los productos aceptados por el canon cultural a precios aceptables.

Hoy ya no es necesario vivir sobre una montaña de basura

Como ya dije en algún párrafo anterior, hoy no necesitamos vivir sobre una montaña de basura para sentirnos cultos –sí, sentirnos, porque lo de serlo es relativo y dudoso. La (casi) completa democratización de los medios de publicación convierte a cada uno en un potencial escritor, realizador de cine, poeta o simplemente artista, no por el hecho de dar rienda suelta a su neurosis particular –eso siempre hemos podido hacerlo- sino porque dar a conocer nuestra obra al orbe es hoy más fácil y barato que nunca.

Pero claro, ahí hay un problema: si uno se cree de verdad lo de la masa ilustrada y la democratización de la cultura –es mi caso- no puede quejarse mucho si a esa misma cultura le suceden ciertas cosas:

  • Subversión del canon: cuando todo el mundo puede publicar, todo el mundo puede incidir en la selección y el encumbramiento de contenidos. Que pueda hacerlo no implica que lo haga, los nuevos medios de expresión dan la opción de ser proactivo; la contrapartida es que la falta de reacción hacia lo publicado podrá significar cosas distintas en diferentes contextos: rechazo, aceptación, indiferencia, etc. No significa lo mismo poner un “me gusta” en una foto de Mickey Mouse que hacerlo en una del Holocausto. No lo es porque la interpretación depende de lo valorado pero también de quién cuelgue la foto. Si la foto del Holocausto la cuelga una asociación de víctimas del nazismo, hacer “me gusta” es apoyarles a ellos. Si la cuelga un grupúsculo neonazi la cosa se pone fea. Por eso siempre he pensado que es necesaria la opción de “no me gusta”.
  • Crisis de la crítica: puede que un millón de moscas puedan equivocarse en muchas cosas, pero serán grandes especialistas en mierda. La cultura basura seguirá existiendo, pero también será más horizontal. La cultura que entra dentro del canon, aquella para el consumo de la gente culta, sufrirá el mismo proceso: ¿qué poder tiene un crítico literario o de cine si lo que critica no llega ni al 1% de lo que se edita? ¿qué conocimiento puede acreditar? Acaso pueda ser experto en nichos, pero será imposible ser crítico literario así, a lo grande, para todo y para todos.
  • Democratización de los medios de producción: esto suena marxista y el planteamiento básico lo es. Hasta ahora los medios de producción cultural han estado en manos de unos pocos. Este oligopolio se ha roto y, a no ser que un suceso sociopolítico improbable se interponga, veremos el renacer de la cultura popular; obviamente no será cultura popular tradicional –aunque tenga su lugar- sino la cultura hecha por y para el ciudadano. No será una cultura cutre, o amateur, o artesana –aunque todo habrá- sino que podrá competir en calidad con la hasta ahora cultura industrializada. No encontraremos a un creador tras cada ser humano, pero aquél que quiera podrá serlo.
  • Separación de la creación y el negocio: expresarse y cobrar por hacerlo es un binomio propio del oligopolio de la cultura. Hasta hoy era necesario mercantilizar la cultura para hacerla viable, pues los medios de producción eran caros, escasos y sometidos a fuertes barreras de conocimiento técnico. Por eso era necesario captar una audiencia lo más grande posible y se daban fenómenos del tipo el ganador se lo lleva todo. Pero ya no es necesario industrializar lo que creamos para darlo a conocer, las barreras de entrada han caído y, o bien no necesitamos cobrar para expresarnos libremente, o bien podemos poner un precio mucho más bajo a lo que ofrezcamos. En cualquier caso, si lo que queremos es vivir de lo que creamos, deberemos someternos a la ley de la oferta y la demanda –eso no ha cambiado- y vender productos que alguien quiera. Lo de ir de artista incomprendido y quejarse de que nadie compra tiene los días contados, aunque como pose igual sirva para vender. Al fin y al cabo las magdalenas industriales se venden como artesanas.

Cada vez que alguien habla de proteger la industria de la cultura para proteger la cultura, miente. De lo que habla es de proteger los medios oligopólicos de producción cultural, los mismos medios que necesitan fabricar basura para financiar también el canon. Eso no significa que no deba existir ningún tipo de gran industria: si sabe reconvertirse y financiarse de modo más justo cualquier negocio es lícito. Aquí no abogo por el gratis total, ni por la piratería, aquí abogo por la inteligencia y el progreso. Si el cliente se mueve, la industria debe moverse. Sólo en Estados con la economía dirigida –comunistas o fascistas- el cliente es cautivo de la industria –bueno, es esos países y en otros, no nací ayer. Y creo que hemos quedado que la competencia es sana y la ley de la oferta y la demanda se cumple ¿O quizás sólo cuando beneficia a unos cuantos?

Los otros beneficios de la cultura basura

Empecé este artículo hablando de un libro que habla de uno de los momentos más negros de la telebasura en España. Quiero terminarlo hablando de un libro que dice que la telebasura en particular y la cultura basura en general han aumentado en complejidad durante las últimas décadas y han contribuido al aumento de las capacidades intelectuales.

Steven Johnson es el autor de Cultura basura, cerebros privilegiados (Roca Editorial, 2011). Según Johnson, sólo hemos atendido a las desventajas de la cultura basura, desde la telebasura a los videojuegos, pasando por las comedias de situación aparentemente más tontorronas o los concursos televisivos más populares. El autor demuestra que desde los años sesenta del siglo XX hasta ahora la complejidad de todas estas manifestaciones no ha dejado de aumentar. Si comparamos la trama sencilla y banal de uno de los primeros capítulos de Colombo con cualquiera de los últimos capítulos de CSI, nos daremos cuenta que hoy el juego de tramas, subtramas y detalles exige al telespectador una gran atención y habilidad. Series actuales como The Wire o El ala oeste de La Casa Blanca son casos todavía más elocuentes en cuanto a complejidad narrativa televisiva. Lo mismo sucede con los videojuegos; en palabras de Johnson:

Enfoquémoslo así: si nuestro cerebro deseara realmente atrofiarse ante un entretenimiento estúpido, la historia de los últimos treinta años de videojuegos –desde Pong a Los Sims– sería una historia de juegos cada vez más simples con el tiempo. […] Pero ha sucedido exactamente lo contrario, por supuesto. […] Los juegos son cada vez más sugestivos porque hay un aliciente económico para que así sea, y este existe porque a nuestro cerebro le gusta que le sugestionen.

Obviamente no debemos confundir el medio narrativo –el videojuego, la literatura, el cine– con el contenido. Cuando a los niños se les educa mediante el juego no dejan de mostrar su entusiasmo, a diferencia de cuando se les obliga a leer un libro que, a su edad, consideran anodino. Hay juegos mejores y peores, algunos sólo consiguen alienar el personal, mientras otros desarrollan habilidades útiles. Deberíamos reflexionar si la aparente pereza que mucha gente muestra ante la cultura no es un problema del medio mediante el cual la reproducimos, no del contenido. El libro no siempre es el medio más adecuado.

No es un tema nada fácil, queda mucha tela que cortar. Lo importante es que ya no necesitamos la cultura basura para sostener económicamente el canon cultural, pero puede que haya llegado el momento de empezar a innovar en los medios que la cultura utiliza, tomando buena parte de los de la cultura más popular. Mismo conocimiento, distintos medios. Cada vez hay más ejemplos en museos, contenidos educativos, documentales y películas. No tenemos por qué dejar de leer y escribir, pero quizás sí necesitamos complementar la lectura con material proveniente de otros medios.

Posted by Bernat Ruiz Domènech

Editor