El editor es una figura profesional invisible para el lector; éste sólo ve al autor, a menudo también al traductor y comprueba que alguien debe imprimir el libro pero no suele reparar que detrás hay un equipo de profesionales subidos a un andamiaje coordinado por el editor.

De jovencito leí mucho los cuadernos de Mafalda editados por Lumen. En la penúltima página siempre aparecía la imprenta. Yo tenía entonces la sensación que entre Quino y el señor de la imprenta se lo cocinaban todo, siendo la editorial una mera fachada comercial. Puede que con Mafalda la cosa funcionara exactamente así –afortunadamente los bocadillos exhibían sus argentinismos intactos- pero con la inmensa mayoría de los libros siempre había alguien en la sala de máquinas, alguien que nunca subía a cubierta.

Hace unos días, en un interesante debate en el hilo de comentarios de uno de los últimos artículos de la Patrulla de Salvación, la Sargento Margaret dijo que el editor debía seguir oculto y sin aparecer ni en la portada ni en la página de créditos de los libros. Opino lo contrario: la invisibilidad está en la raíz de algunos de los problemas de la edición profesional. Esa invisibilidad es inimaginable en otras industrias que se dedican a contar historias: en los títulos de crédito del cine aparece el nombre del extra más insignificante, del becario más torpe, incluso el nombre de ese actor de tercera desaparecido en el montaje final por caprichos del director o limitaciones de metraje. Lo que en un libro cabría en media página en el cine necesita de minutos, muchos minutos. El tiempo es muy caro en el séptimo arte, mucho más caro de lo que el papel siempre ha sido en la edición, pero mientras en el cine se nombra incluso a los que no salen, en el libro se esconde a actores clave del proceso. Es industrialmente incomprensible.

No creo que sea un alarde de discreta modestia; entender el trabajo editorial como un sacerdocio intelectualmente superior es oscurantismo snob. También podría ser simple inercia: el editor profesional aparece en el siglo XVIII –antes no existía y se imprimía todo a pelo- y suele ir asociado al de librero e impresor, un lujoso 3 en 1 que será la delicia de los directores financieros cuando se den cuenta que un buen editor de mesa bien digitalizado es capaz de hacer las tres cosas. La labor editorial se separó de la industrial durante el siglo XIX, aunque su emancipación total no llegó hasta el XX. Este accidente causado por la genealogía de la profesión no puede ocultar la desidia: nadie se ha preocupado de mostrar ante el público el valor añadido que el editor aporta al libro. A los empresarios del libro nunca les importó y a los grandes editores de culto el reconocimiento del populacho debía parecerles poco decoroso e incluso embrutecedor. Entre medias, legiones de editores subalternos sólo recibían el reconocimiento de un salario mediocre. Hoy todo sigue igual.

¿Qué más da que nosotros glosemos la onanista importancia del editor si nadie más la percibe? ¿Cómo queremos que el lector aprecie la importancia de la edición si no trasciende ni el proceso ni sus actores? En una cruel ironía ha aparecido un nuevo personaje en los créditos de los libros: hoy en los ebooks, en vez del impresor, vemos al conversor digital, un parásito tecnológico que se aprovecha de la inmadurez industrial del ramo que, en vez de darle la vuelta a su proceso productivo, lo parchea para seguir navegando en un barco que achica cada vez más agua.

El problema se hace extensivo a otros muchos profesionales: al traductor no siempre se le trata bien, aunque suele aparecer en los papeles; los lectores profesionales y los comités de lectura son casi una logia secreta; los correctores ortográficos y de estilo no aparecen si no les retratan sus inevitables errores y entonces sólo pensamos en ellos como entes abstractos; el director editorial aparece en medios más o menos especializados para hacerse la foto con los autores de relumbrón pero nada sabemos de su labor; el editor de mesa anda perdido en montañas de correcciones, de capítulos enteros reescritos, de tardes de discordia y psicodrama con autores heridos en su orgullo. A los negros literarios se les trata casi tan mal como a sus trasuntos de plantación del siglo XVIII, a diferencia de sus primos anglosajones, que disfrutan de cierta relevancia y consideración; no por casualidad fueron los primeros en abolir la esclavitud.

Quiero saber quién recomendó la publicación del libro que estoy leyendo, incluso el por qué; quién lo editó y hasta qué punto es también suya la autoría de lo publicado; quién llevó a cabo las correcciones; si hubo el concurso o no de negros, especialmente cuando quien firma es un famoso de reconocida cortedad de entendederas. Quiero saber todo esto, y más, por dos motivos: para pagar más a gusto lo que leo y para atribuir los aciertos a quien corresponda. Para que cada palo aguante su vela.

Posted by Bernat Ruiz Domènech

Editor

5 Comments

  1. Para llorar… de emoción. Cuánta falta hacía un escrito como el tuyo…

  2. Tu artículo es dulce, motiva a revalorar una vez más la profesión. Gracias.

  3. Gracias, gracias por reparar en todo eso que casi nadie imagina.

    1. Gracias a ti por pasarte por aquí!

      Es importante poner en valor el trabajo del editor, corremos el riesgo de que se vea como un lujo obsoleto.

      Hasta pronto!

      Bernat

Comments are closed.