La digitalización afecta a los autores de textos de un modo más sibilino que a la industria. La gran mayoría de autores se digitalizaron operativamente hace tiempo y usan con fluidez el procesador de textos. Muchos han integrado Internet en su flujo de trabajo, sobretodo para documentarse, de modo que el hipertexto no les es ajeno. Algunos incluso han empezado a experimentar con el enriquecimiento hipertextual de sus obras. Sólo unos pocos románticos siguen escribiendo sus originales a mano o mediante máquina de escribir. Pese a dicha digitalización operativa, el modo en que su trabajo es remunerado no ha cambiado, pues la industria no lo ha hecho.

Hace un par de años, en una mesa redonda celebrada durante el Foro Internacional de Contenidos Digitales (FICOD 2009), se afirmó que el porcentaje de autores que viven exclusivamente de sus libros en España es muy bajo, alrededor del 4%. El 96% restante se divide entre aquellos que, además de sus libros, necesitan ganarse la vida escribiendo como periodistas, aquellos cuyas profesiones académicas les aseguran el sustento y suelen ser el punto de partida para elaborar sus obras y, finalmente, los que deben complementar sus ingresos con otro trabajo que nada tiene que ver con escribir o no perciben casi nada por aquello que escriben. Todos los que no conocíamos aquella cifra nos mostramos muy sorprendidos. Más tarde, en uno de los recesos de FICOD, dándole vueltas al asunto, pensé que esa cifra no tenia nada de especial. Es más, me pareció de lo más normal. Un autor no tiene por qué vivir de aquello que escribe.

La industria ha conseguido hacernos creer que el autor tiene derecho a vivir de sus obras. Eso es rotundamente falso. El único derecho inalienable que tiene el autor es a escribir como parte de su derecho a la libertad de expresión. En un país libre, además, tiene derecho a hacer público lo que le dé la gana mediante los medios a su alcance. El derecho a ganarse la vida con sus obras es condicional: depende de si alguien quiere pagar por ello. En el antiguo paradigma eso dependía de las editoriales que podían tener a bien publicarlo, o no. Era el único modo que un autor fuera publicado de modo que pudiera ser leído por cientos, miles, decenas de miles, centenares de miles o millones de personas. Era una puerta de entrada forzosa. Dicha puerta de entrada estaba guardada por las empresas editoriales que filtraban lo que el público podía leer o no. Además, a causa de las ineficiencias de la cadena del libro, el éxito era incierto: no había modo de saber si un libro sería un best-seller o víctima de la recicladora de papel. Se confiaba en la experiencia –o la ojeriza- del editor, una especie de chamán cultural de la tribu, intermediario mediúmnico insalvable que tenia en exclusiva el contacto entre el autor y sus lectores. Por eso ahora muchos de los más veteranos editores están recubiertos de un aura mítica. Aunque se hayan beneficiado, a partes iguales, tanto de su talento como de la suerte, cientos de jóvenes editores desean ser como ellos. Lástima que para publicar un libro ya no sean técnicamente necesarios.

Mi padre pinta. Pinta muy bien, no lo digo porque sea su hijo, es una verdad objetiva y comprobable. Pintar ha sido –y sigue siendo- algo más que una afición, ha sido una pulsión, una necesidad, a la vez vía de escape y prisma mediante el cual ver la vida. Nunca ha pintado por dinero, pero a excepción de algún impedimento físico puntual, nunca ha dejado de pintar. A veces pone sus cuadros a la venta en el escaparate del enmarcador, con quien va a porcentaje. Con el tiempo suele venderlos todos. Nunca podría vivir de su pintura porque lo que le pagan por ella no es ni la décima parte de lo que invierte: el hiperrealismo es muy exigente en tiempo. ¿Le hubiera gustado ganarse la vida honradamente pintando? Es posible. Pero el no poder hacerlo no sólo no le ha impedido pintar durante toda su vida, es que le ha permitido pintar lo que le ha dado la gana. O dejar de pintar durante un tiempo. Llegada cierta edad, ya jubilado y con una pensión y ahorros que le permiten vivir dignamente, no quiere ni oír hablar de profesionalizarse como pintor. No lo haría por lo que implica de plazos a cumplir, encargos, compromisos, visitas a galerías y otros pesebres en general, y el estrés que todo eso conlleva. ¿Su obra es peor por no ganarse la vida con ella? No lo creo.

Franz Kafka trabajó toda su corta vida para una empresa pública dependiente del Imperio Austro-húngaro y eso le permitió escribir lo que quiso. La burocracia imperial fue una fuente constante de temas. Nunca se ganó la vida exclusivamente con lo que escribió, aunque publicó en vida algunas de sus obras, sobretodo novelas cortas y relatos. Carecer de independencia económica nunca le impidió escribir. De hecho hay quien afirma que si pudo dedicarse a escribir fue porque tenía un trabajo estable que le permitía disponer de dinero y tiempo para dedicarse a su auténtica pasión. ¿Hubiera escrito algo Kafka de haberlo condicionado a poder vivir de ello? ¿Hubiera escrito lo que escribió? Lo dudo. Posiblemente ni hubiera empezado o se hubiera dedicado a otro tipo de obras más alimenticias.

En el momento de escribir estas líneas mantengo dos blogs. Uno de ellos desde enero de 2008, con más de 150 artículos publicados, de temática general y en lengua catalana. El otro, centrado en la digitalización del libro es en lengua castellana, lo abrí en verano de 2010 y ya he publicado más de 30 artículos. Como yo, centenares de miles de blogueros, millones quizás, en todo el mundo, escriben literalmente por amor al arte. Porque les gusta. Muchos han logrado pingües beneficios mediante la publicidad pero sólo unos cuantos han conseguido ingresos sustanciales. Muy pocos deben haber encontrado en ello su sustento pero cada día se publican centenares de miles de nuevos artículos. O millones. No es necesario escribir para ganarse la vida, ni ganarse la vida escribiendo.

Quien sí necesita que los autores pasen por su sistema es la industria de contenidos. Hoy los autores pueden publicar sin industria de contenidos, pero la industria de contenidos no puede publicar sin autores, por muy negros que estos sean. Eso es nuevo. El nuevo paradigma del libro aproxima a la irrelevancia técnica a editores y editoriales. Dejará sin trabajo a los libreros y a los distribuidores de papel, pero también acercará al abismo de la irrelevancia a los que hoy ocupan el corazón de la industria de contenidos literarios. Antes de que se me acuse de preconizar el trabajo por amor al arte por encima del beneficio, vaya por delante que considero que lo preferible es que un autor pueda vivir de su obra siempre y cuando él lo prefiera y eso sea posible. Estoy frontalmente en contra de la cultura del gratis total. Pero también estoy frontalmente en contra de la mercantilización total. Conozco personas que podrían ser grandes autores pero que no escriben –o no escriben más- porque no tienen la certeza de poder vivir de ello o de poder publicar a cambio de dinero. Esa actitud sería impensable hace unos años. La gente siempre ha escrito por el placer de hacerlo, como pinta mi padre o centenares de miles de blogueros escriben cada día. Como lo hizo Kafka. La razón es simple: a escribir por placer se empieza muy joven, las más de las veces por la necesidad emocional de exorcizar el monstruo interior. Ninguno de los autores que ha empezado a escribir por ese motivo o por simple diversión dejará de hacerlo por falta de remuneración. Pero la mercantilización de la cultura nos ha llevado a pensar que aquella persona que hace algo a cambio de nada es un primo, un fracasado, un segundón. Paradójicamente es la misma industria de contenidos que ensalza a un pintor como Van Gogh, que apenas vendió un cuadro en su vida, pagando hoy por sus obras cifras irracionales que, lejos de hablar en favor del pintor holandés, deja en un deprimente lugar a dicha industria.

Hace unos meses decidí dejar de comprar el periódico de papel. No me pasé a su edición digital de pago, ni a la versión para iPad. Sencillamente, lo obvié como fuente de información principal por diversos motivos, ninguno de ellos relacionado con el coste, más bien irrisorio, de cualquier periódico. Los motivos son cualitativos. En primer lugar me di cuenta que mediante Google Reader ya estaba suscrito a más de cincuenta blogs de temática muy diversa. La lectura diaria de tan sólo una parte de las novedades de todos esos blogs me mantenía más informado que el periódico. Además, nunca he dejado de escuchar la radio, incluyendo todo tipo de espacios divulgativos e informativos. Pero lo que me hizo dejar de leer el periódico fue que se trataba de una fuente en la que el sesgo era permanente, inevitable y siempre en la misma dirección. Con cincuenta blogs, de cincuenta autores, el sesgo será diverso. Además algunos de ellos son auténticos especialistas en ciertos temas, insuperables para cualquier periódico. La tercera razón tiene que ver con el respeto que los periódicos de papel tienen para con sus lectores. Yo no compro el periódico por las bagatelas que sortean o regalan acumulando cupones, ni por información a la que es más cómodo acceder por Internet, ni para encontrarme con publicidad encartada en él, cuando en sus páginas ya tengo suficiente.

¿Qué tiene esto que ver con la remuneración del autor? Mucho. Ignoro si alguno de los autores de los blogs que leo se gana la vida con ello. En algún caso parece que algo debe obtener si hacemos caso al número de visitas y a la publicidad que aparece. Pero lo que sí sé es que cuando cada uno de esos autores se puso a escribir no esperaban percibir un sueldo. Ahora, de forma agregada, de forma independiente -genuinamente independiente- me aportan tanto valor que he dejado de comprar el periódico.

¿Quién tiene un problema? La industria, sea esta periodística o editorial. Pero se empecinan en hacernos creer que el periodismo y la literatura están en peligro, del mismo modo que la industria de la música nos amenazaba con el fin de la música y, con ella, el fin de los tiempos. Puede ser el fin de un modo de industrializar el periodismo, la edición y la música, pero no el fin del periodismo, ni de la literatura, ni de la música.

Posted by Bernat Ruiz Domènech

Editor

2 Comments

  1. Casi coincido con todo lo expuesto, aunque quizá añadaría que SI, el objetivo de cualquier creador, ja sea escritor, pintor, poeta, artista, escultor, músico… es poder vivir de su obra. El problema, uno de los problemas, radica en la industria, que no sabe distinguir donde está lo verdaderamente comercial. Se puede crear por amor al arte, se debe crear por amor al arte, pero ello debe conducir al siguiente estado, el de recibir una compansación por lo creado. Lo fundamental para conseguirlo es no dejar de creer nunca en uno mismo. Las nuevas tecnologías de la comunicación, sin duda, universalizan la difusión de las obras de todos los creadores/as, pero esa globalización merma la capacidad de comercialización de las mismas. O no?

    1. Si el objetivo de un creador -prefiero llamarlo autor- es vivir de su obra, debe aceptar el funcionamiento del mercado, prostituyéndose lo suficiente como para modificar su producto de modo que alguien lo compre. Quizás suene la flauta y encuentre quien lo compre a buen precio tal como es, pero lo dudo.

      El problema es que pocos autores hacen ese ejercicio: tienen que comprarles su producto porque son “artistas”, no porque el producto sea bueno. Pongo un ejemplo: periódicamente vemos como alguna que otra compañía de danza contemporánea llora porque no recibe ayuda pública. La compañía es privada. Una de dos: o casi nadie va a sus espectáculos o estos, pese a ser un éxito, son ruinosos. En ambos casos: estamos ante un mal empresario y el resto del personal no tenemos la culpa.

      Si, en cambio, el primer objetivo de un autor no es ganarse la vida, es muy posible que con tiempo y de forma progresiva se vaya ganando un público con el que, al cabo de un tiempo, sí empiece a ganársela.

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